Cultura

Reconocen legado del arqueólogo mexicano Porfirio Aguirre

Nacido en 1889, dentro de la región de La Montaña, en Guerrero, Porfirio Aguirre tuvo la oportunidad de viajar desde su natal Copanatoyac a la capital del país, para ingresar a la prestigiada Academia de San Carlos, donde su vocación de artista compartiría aulas con nombres como el del citado muralista.

En algún momento del siglo pasado, los registros de la historia nacional dejaron de lado la figura de Porfirio Aguirre, uno de los primeros arqueólogos profesionales de México; sin embargo, sus huellas se encuentran en muchos sitios, tan solo Diego Rivera, el gran muralista nacional, dejó escrito que su ingreso a las artes fue debido a Aguirre.

Decidí entrar –a la Academia de San Carlos– por causa de Porfirio Aguirre, quien me simpatizó por ser indio, hablar mexicano, y por el respeto y amor que tenía por lo antiguo”, se leyó la tarde de ayer en una conferencia virtual, organizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), dedicada a rescatar la memoria del investigador.

A 100 años del más grande hallazgo de Aguirre: la máscara de Malinaltepec –pieza patrimonial a la cual el INAH dedica desde el 20 de agosto una exposición temporal–, fue la propia nieta del arqueólogo, Marina Aguirre de Samaniego, quien en una ponencia, evocó el legado de su abuelo, “el último de los tlacuilos”.

En Ciudad de México, relató Marina Aguirre, aquel joven de 15 años pudo imbuirse en un ambiente que le ayudó a conocer la meticulosidad de artistas como sus tíos, el pintor Rafael Aguirre, discípulo de José María Velasco, y el escultor Melesio Aguirre, y a participar en tertulias y eventos de tipo cultural.

Fue así que inició su paso por la arqueología, ingresando al despertar el siglo XX a la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americana, donde formó parte de una primera generación de estudiantes conformada, además de él, por Isabel Ramírez, Elías Amador, Manuel Gamio, Agustín Agüeros, Germán Rivera, Armando Gil, Miguel Othón de Mendizábal y Enrique Juan Palacios.

En 1911, Aguirre acompañó a uno de sus mentores, el arqueólogo alemán Eduard Seler, a una expedición a Palenque, Chiapas, donde pudo conocer de primera mano los vestigios de esta antigua urbe maya, así como sentar las bases para lo que sería un diccionario alemán-náhuatl, que desarrolló junto con Seler.

 

 

De esta manera, dijo, pudo traducir al español obras como Los Totonaca, contribución a la etnografía histórica de la América Central, de Walter Krickeber; o al alemán textos como los Primeros memoriales de TepeapulcoLa historia de Tlatelolco y otros documentos de la época prehispánica y del contacto español.

Usando sus conocimientos en arte, Aguirre emuló a los tlacuilos de la antigüedad, los escribanos y pintores mesoamericanos, viajando a Europa con el fin de hacer calcas a mano de numerosos códices que se encuentran en universidades de aquella latitud, entre ellos, los códices LaudMendoza y Madrid.

Cuando Aguirre murió, a la edad de 62 años, fue relegado de los estudios arqueológicos hasta quedar como una anotación al pie de página. Tan es así que algunos de sus facsímiles, así como un largo lienzo que pintó para retratar el friso interior del Juego de Pelota de Chichén Itzá, uno de los más extensos del mundo prehispánico, fue comprado años más tarde en uno de los llamados “mercado de pulgas”.

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