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Cantar contra el racismo y el folclor, la lucha de Gil Navor

Gil creció entre el ir y venir de su familia que migraba a la capital o al interior del país. En uno de esos viajes, su hermano mayor regresó con la rebeldía y la actitud del rock urbano.

Esa tarde fueron a nadar y durante el trayecto Gil tomó los audífonos del ‘walkman’ mietras sonaba un ‘cassette’ de Charly Montana. La fuerza de la música y sus letras le fueron marcando un camino en el que ya se preguntaba por qué su palabra valía menos y por qué él no tenía derecho a soñar como lo otros.

 

“De alguna Manera me estaba educando, porque podía entender el cambio que la sociedad estaba teniendo, que se estaba haciendo una sociedad [donde ellos] molestaban, un pueblo que estaba siendo atropellado” comentó el rapero.

 

“De eso habla mi música, yo no puedo decir que mi mundo es bonito, que los pueblos indígenas son folclor y romanticismo. Yo hablo del indígena que se va preso, o el mazahua que se la pasa bebiendo todo el día, del totonaca que está vendiendo piedra, o el mazateco que duerme en los charcos de agua. Estamos cansados de lo bonito del indigenismo, por qué no hablamos de los que nos arrebataron, nuestra tierra, cuando nos obligaron a migrar a la ciudad”, exclamó Gil.

 

Cuando estaba en el pueblo todos le comentaban que en la Ciudad había conciertos de rock, cerveza, chicas guapas, que todo era bello, pero cuando llegó a la mega urbe se encuentra con pobreza, carencia, violencia, discriminación y racismo.

 

Con 12 años de edad intentó entrar a la secundaria y los docentes no lo aceptaban, decían que no podría tener el nivel académico que se necesitaba y que no podían ponerle a un maestro particular. Sin embargo, todos los días asistía para hacer el intento, y de tanto ir logró colarse a la oficina del director y convencerlo de brindarle una oportunidad. 

 

“Yo sabía que no valía menos que nadie, y le dije [al director]: el mundo es muy chiquito y [que] nos íbamos a encontrar. Piense si en ese futuro [lo] encuentro, prefiere que lo salude y le agradezca por la oportunidad o si prefiere verme tirado en la calle alcoholizado o con un arma en la mano”, recordó Gil.

 

Por las mañanas entraba a la escuela y por la tarde iba a trabajar a la obra, cargando bultos de cemento o ‘talachendo’ con los tíos y los primos. Al día siguiente el niño caminaba con el cuerpo y las manos adoloradas del trabajo pesado; sin embargo, se concentraba y estudiaba.

 

“Hay una cita en una película que dice un hombre a todo el pueblo: ‘Guardemos silencio, porque los guerreros regresaron a casa’. Eso sentía yo cuando iba a la terminal de autobuses de mi pueblo y todos los chavos regresaban de la CDMX con los pelos punketos, roqueros. Pero los veíamos como héroes, porque venían a darse en la madre en la central de abastos, o como albañiles. Y yo quería ser parte de ese ritual”, comentó Navor.

 

Nadie les dijo lo que iban a pasar, comenta Gil. Oleadas de chavos de comunidades indígenas que llegaban de Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Veracruz, Estado de México, convivían en el mismo salón, en el mismo trabajo, y muchas veces en los mismos barrios. Toda una generación de migrantes indígenas llegó a la Ciudad con el impulso del levantamiento Zapatista en los 90. Muchos de su generación murieron, otros están en prisión y varios permanecen huyendo del racismo y la violencia, lo recuerda Gil.

 

“Yo tenía mucha rabia, porque tenía que mendigar lo que por derecho me corresponde, pero después de un tiempo me di cuenta que era diferente a todos porque era mazahua a pesar que ya hablaba el ‘ñeroñol’ (dialecto de la Ciudad de México)”, dice el artista.

 

Cuando entra a la universidad le hablan del folclor y lo colorido de los pueblos indígenas mientras que Gil ya había vivido racismo, abuso y violencia por sus conocimientos ancestrales.

 

“Llegan los maestros blancos a hablarnos de nuestros pueblos, como van a enseñar a hablar y sentir nuestras raíces los maestros que se burlaban de los que no hablamos bien el español. Mientras ellos nos enseñaban un mazahua o tzotzil mal pronunciado. Varios alumnos nos organizamos y nosotros les enseñamos que ellos se tienen que callar y dejarnos ser para que puedan entender algo de nuestras culturas. Los doctorados y maestrías no quitan lo racista y por eso comenzamos a darnos clases entre los alumnos, la pregunta esencial era: ¿qué me vas a decir, que yo no sé y tú si sabes?”, comentó Gil, quien se graduó como licenciado en Lengua y Cultura, especializado en los Pueblos Indígenas. 

 

Somos herederos de una cultura única e irrepetible y nuestros nietos sólo van a escuchar de nuestros labios. Somos lo que ya no existe, fantasmas de nuestra cultura que ya murió. Ya se acabó. Yo soy el ultimo heredero de mi familia mazahua y solo tengo una pisca de ese conocimiento ancestral y a partir de ahí tengo que construir toda una cosmovisión, reflexiona Gil Navor mientras termina un plato con frutas.

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