El año 1790 está marcado en la historia por el hallazgo de los monolitos de la diosa Coatlicue y la Piedra del Sol, en la Plaza Mayor de la entonces capital de la Nueva España.
Las dos colosales esculturas mexicas causaron asombro entre la población, pero también tratamientos diferenciados desde lo social, lo político y lo artístico.
El tema fue abordado por la historiadora del arte de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, Itzel Rodríguez Mortellaro, al dictar la conferencia Arqueología y muralismo en el siglo XX, en el ciclo “La arqueología hoy”, de El Colegio Nacional, el cual es promovido por el investigador de la Secretaría de Cultura Federal, adscrito al Instituto Nacional de Antropología e Historia, Leonardo López Luján.
Para hacer una síntesis del transitar paralelo del arte y la arqueología en México, la especialista partió de ambos descubrimientos de 1790, y explicó que mientras la Piedra del Sol, conocida también como Calendario Azteca, comenzó a estudiarse y difundirse en grabados y pinturas como un símbolo de la racionalidad de aquel pueblo conquistado, la figura de Coatlicue fue catalogada como grotesca y fue ocultada nuevamente de la vista pública.
Esa comprensión estética se mantuvo durante prácticamente todo el siglo XIX, cuyo campo de las bellas artes estuvo dominado por la corriente neoclasicista, lo que implicó para las pinturas o las esculturas basadas en la historia prehispánica pasar por el tamiz de los patrones occidentales.
Así lo muestran obras como El descubrimiento del pulque, pintada por José Obregón, en 1869, en la que el trono y los aposentos de los soberanos mexicas son mostrados en hibridaciones con tradiciones arquitectónicas grecorromanas.
“La finalidad de este patrón neoclasicista era dotar al pasado de civilidad, de heroísmo y de otros valores importados desde la cultura occidental europea”.
Rodríguez Mortellaro puntualizó que si bien los pintores modernistas, ateneístas y más tarde muralistas de México, se formaron principalmente en la Academia de San Carlos, epicentro de dicha afición al clasicismo, la transición del siglo XIX al XX derivó en formas innovadoras de evocar desde lienzos o muros a las culturas precolombinas.
El modernista Saturnino Herrán fue uno de los primeros en romper los cánones, mediante pinturas como Estudios para nuestros dioses, creada entre 1914 y 1917, donde destaca la incorporación del negado monolito de Coatlicue, con el detalle de que la diosa aparece fundida con la imagen de Jesucristo en la cruz.
Al final de su presentación, la investigadora abordó a exponentes de la generación de muralistas, como Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros o Jean Charlot, entre otros, la cual fortaleció los nexos entre el arte del siglo XX y el precortesiano, trayendo este a la memoria para narrar “en códices modernos que pueden igualmente ser leídos”, episodios del pasado remoto ya fuera con fines educativos o hasta con propósitos políticos.
Rivera mismo, detalló Itzel Rodríguez, llegó a asumirse como un tlacuilo o un escriba de la modernidad, durante el proceso de creación de piezas icónicas como Historia de México, plasmada en Palacio Nacional.
Aunque al momento de su hallazgo fueron catalogadas como grotescas, figuras como la de la diosa Coatlicue o la de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, son desde hace décadas algunas de las más retratadas por artistas que buscan inspiración en la historia de México.
“El pasado y el presente están siempre a nuestra vista, y el arte sirve precisamente para recordarnos eso”, concluyó la historiadora del arte.