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Manuel Acuña, del cianuro a la inmortalidad             

IMAGEN: REVISTA FAHRENHEITMAGAZINE.COM, 2019

El poeta y dramaturgo Manuel Acuña nació el 27 de agosto de 1849 en Saltillo, Coahuila.

Tras sus estudios en matemáticas y lenguas, Acuña estuvo en la Escuela de Medicina en la Ciudad de México. El inmueble se encontraba en la calle La Perpetua, y en la época colonial había pertenecido a la Santa Inquisición.

Formó parte del Liceo Hidalgo y colaboró en diversos periódicos liberales de la época. Fue cofundador de la Sociedad Literaria Nezahualcóyotl y colaboró en El Renacimiento, publicación dirigida por Ignacio Manuel Altamirano.

Acuña es uno de los personajes más destacados del romanticismo mexicano.

Este movimiento literario en México fue una corriente artística que apareció tras la Independencia del país y se prolongó hasta el estallido de la Revolución Mexicana. Sus principales características fueron la soledad, los temas sepulcrales y la melancolía.

Sin más destino que el final  

Uno de los maestros de Manuel Acuña fue el también poeta y narrador Ignacio Manuel Altamirano, quien descubrió el talento de su alumno en algunos de los periódicos. A dichas publicaciones debe este autor su primera fama.

También fue Altamirano quien lo invitó a la casa de una amiga llamada Rosario de la Peña, donde se efectuaban, periódicamente, algunas tertulias literarias. Fue su oportunidad para relacionarse con escritores de la época como: Guillermo Prieto, José Martí, Manuel M. Flores, Juan de Dios Peza, Agustín F. Cuenca, Ignacio Ramírez “El nigromante”, entre otros. Algunos de ellos serían, con el tiempo, sus amigos, especialmente Juan de Dios Peza, joven escritor que, como él, recién se integraba al grupo.

Rosario era una mujer joven, adinerada y, sobre todo, culta, que gustaba de reunir la crema y nata de la cultura nacional en su casa y escuchar las obras inéditas de los autores.

Varios de los asistentes, entre ellos Acuña, se acercaban a ella con motivo de conquista. Para el poeta un no rotundo fue el resultado.

Él la había idealizado al extremo y su tristeza fue tal que desde entonces se entregó a la depresión y a la soledad.

Otros sucesos mantuvieron el estado sombrío del autor: la muerte de su padre; la muerte del hijo que tuvo con Laura Méndez, y la fuga de esta mujer.

Manuel Acuña se hundió en sí mismo hasta llegar a aquel 6 de diciembre de 1873 en que, escribió el poema “Nocturno, a Rosario”, para despedirse de ella, acompañado de una breve nota como adiós a la vida: “Lo de menos era entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable”.

Tras colocar ambos papeles sobre el buró, tomó el vaso que contenía el cianuro, sustancia que ya había utilizado en el laboratorio de la escuela, y lo ingirió hasta el fondo; le siguió la muerte.  

Sobre la cama lo encontró su amigo Juan de Dios Peza, quien, pese al apoyo de médicos, profesores de la escuela, no pudo hacer nada.  

Rosario de la Peña, casamiento simbólico

Ignacio Manuel Altamirano entregó a Rosario de la Peña el “Nocturno” que Acuña le escribiera. Ella, no sabía de la muerte del hombre y de primera instancia lo rechazó; después, enterada de la situación, lo leyó y saberse causante de aquello la llevó a asumir un casamiento simbólico con Manuel quien, muriendo, le regaló la inmortalidad con versos profundos como los siguientes:        

¡Pues bien!, yo necesito decirte que te adoro, decirte que te quiero con todo el corazón; que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que lloro, que ya no puedo tanto, y al grito en que te imploro, te imploro y te hablo en nombre de mi última ilusión…
Comprendo que tus besos jamás han de ser míos, comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás; y te amo y en mis locos y ardientes desvaríos, bendigo tus desdenes, adoro tus desvíos, y en vez de amarte menos te quiero mucho más…
A veces pienso en darte mi eterna despedida, borrarte en mis recuerdos y hundirte en mi pasión; mas, si es en vano todo y el alma no te olvida, ¿qué quieres tú que yo haga, pedazo de mi vida, qué quieres tú que yo haga con este corazón?
Esa era mi esperanza… mas ya que a sus fulgores se opone el hondo abismo que existe entre los dos, ¡adiós por la vez última, amor de mis amores; la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores; mi lira de poeta, mi juventud, adiós!
“Nocturno a Rosario”, fragmento.

 

Escuela de Medicina

Hoy, dicho edificio, situado sobre la actual calle de República de Brasil, en el Centro Histórico, es sede del Palacio de la Escuela de Medicina, de la UNAM. En la entrada luce una placa, ni muy grande ni muy lujosa, que reza: “En este edificio se suicidó el poeta Manuel Acuña, en el año de 1873”.

En aquel tiempo, este edificio tenía tres niveles; en su azotea había cuartos estrechos que se prestaban a los estudiantes que, como Acuña, venían de provincia a estudiar a la capital de la República. En uno de ellos vivió y murió el poeta, enamorado permanente de lo que le resultaba imposible.

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