¿Sobre quién, pregunto, es más fácil suponer que tiene un pacto con el narco?
¿Sobre un Presidente que frente a la prensa y en el marco de una gira, se acerca abiertamente a un vehículo y atiende a una anciana que le pide ayuda para poder visitar a su hijo; un capo preso en Estados Unidos? O ¿sobre un Presidente que encumbra, nombra y sostiene, por seis años, además, en el cargo de secretario de Seguridad Pública a un hombre que hoy está preso y a punto de ser juzgado en Nueva York, por su presunta vinculación con el narco?
Mira la derecha conservadora la paja, o cree mirarla más bien, en el ojo ajeno, mientras ignora al cártel de la droga en el propio.
Los límites entre política y delito, a los que se refiere Hans Magnus Enzensberg, se borraron por completo en el periodo neoliberal; al grado de que gobernantes y capos terminaron por ser dos caras de la misma moneda.
La corrupción y la impunidad, características genéticas esenciales del viejo régimen, fueron el caldo de cultivo para el crecimiento y la consolidación del crimen organizado en nuestro país.
Dos guerras fueron determinantes para que se hiciera el narco de control territorial y de poder económico y político; con la guerra sucia se tomó Guerrero, Durango y Chihuahua. Con la guerra de Felipe Calderón afianzó su dominio en las zonas fronterizas al sur y al norte de México, se tomó Los Pinos y se hizo cargo, con Genaro García Luna al mando, de la conducción de las operaciones.
En el colmo del cinismo dirigentes opositores, intelectuales, periodistas y conductores de radio y TV guardan un sepulcral silencio en torno a García Luna, mientras cuestionan que López Obrador viaje a Badiraguato. Qué, con su presencia en la zona, el Presidente encabece personalmente la tarea de disputar la base social al narco, en su propio territorio, para así construir la paz les parece “sospechoso”.
Tienen el descaro de lanzar, por este hecho, acusaciones en su contra, pero no la honestidad intelectual para investigar, para preguntarse al menos, por las razones y evidencias que movieron, a los propios norteamericanos, a detener y a llevar ante un juez a ese, al que consideraban el “súper policía”, su principal aliado, su hombre de confianza en México.
Algo muy grueso tiene en sus manos el Departamento de Justicia para irse en contra del hombre al que tantos homenajes se le hicieron en Washington.
Si de la fortuna amasada por el exsecretario de Seguridad de Calderón, de sus muchos departamentos en Miami, regalados algunos de ellos a periodistas, y de su megalomanía y sus montajes.
Si de la corrupción en torno a la construcción y equipamiento de los centros de inteligencia, que a Calderón tanto le gustaba presumir, y de los penales concesionados a socios y amigos y los moches cobrados a los proveedores de armamento y tecnología.
Si de los multimillonarios contratos que le dio Peña Nieto y del hecho de que sus lugartenientes están prófugos, casi ningún medio, ningún líder de opinión habla o escribe, mucho menos van a explorar y exponer la relación entre García Luna y el narco.
El verdadero pacto con el narco lo cerraron desde hace más de tres décadas, el PRI y el PAN, y aún continúan ligados al crimen organizado en muchos estados y municipios que aún gobiernan. A ese pacto, del que la élite periodística no habla, como no habla de García Luna, es que debemos la violencia demencial que aún sufrimos; una violencia, que precisamente porque ese pacto sigue aún vigente, antes de disminuir, me temo, habrá de incrementarse.