Cuando, en los días más duros de la pandemia, con la cámara al hombro y caminando, entrevisté en Palacio Nacional a Andrés Manuel López Obrador, le pregunte: “¿Transformación es un eufemismo?” Él, sin titubear, respondió: “Toda transformación es una revolución”. Tenía razón y eso es lo que, en las calles de la Ciudad de México, quedó demostrado el domingo pasado.
No fue la marcha una respuesta masiva a la manifestación de la derecha conservadora, un intento de “equilibrar fuerzas” y menos todavía una operación de acarreo de masas ciegas e ignorantes. Quien esto cree no comprende la naturaleza de lo sucedido y desprecia a este país y a esa gente que, como me dijo un campesino guerrerense en Reforma, “no vino a mostrar músculo sino a mostrar cerebro y mucho corazón”.
Cuando desde el poder se convoca al pueblo a manifestarse, cualquier gobierno establece para sobrevivir y salir medianamente bien librado, controles y límites precisos; allá ellos, los manifestantes, detrás de esta barrera o de este cinturón de seguridad nosotros, los gobernantes. No tengo memoria de un gobierno que corriera el riesgo de convocar, tolerar y más que eso, de sumergirse en un tsunami ciudadano, como el del 27 de noviembre.