Que el voto sí sirve, cuando se acude libre y masivamente a las urnas para lograr “una transformación profunda, estructural, radical y sin violencia”, como dice Andrés Manuel López Obrador es algo de lo que hoy, la gran mayoría de las y los mexicanos, están plenamente conscientes.
Ya no campean como sucedía antes entre quienes votaban, ni la ignorancia, ni la apatía, ni la resignación, ni la mansedumbre, ni el cinismo característico de quienes, acostumbrados a que les hicieran trampa siempre, terminaban por aceptar que les impusieran a sus gobernantes.
La victoria del 2018, una inédita insurrección cívica, una verdadera revolución pacífica, de esas que como dice Adolfo Gilly, más que “suceder en las armas, suceden en las almas” no solo cambió el clima político, el mapa político del país; cambió sobre todo la consciencia de un pueblo que, sabiéndose por fin soberano, está decidido a poner y a quitar, con sus votos y sin que nadie se lo impida, a quienes le gobiernan.
Poca o ninguna conciencia de este cambio profundo ocurrido en la sociedad parece tener la oposición conservadora y menos todavía la élite intelectual y periodística.
¿Cómo habrían de tenerla?, si aún atribuyen la derrota en la última elección presidencial a la ignorancia del electorado, a su hartazgo, al engaño del que fue víctima por parte de ese al que aún consideran un peligro para México.
¿Cómo si siguen pensando que el de López Obrador es solo un gobierno más; otro más entre muchos?, un pie de página en la historia cuando mucho.
Lo cierto, es que la derecha conservadora, que encabeza a la oposición y con la que se han mimetizado los demás partidos que la integran, siente un desprecio atávico, señorial y profundo por las mayorías.
Las masas —que son las que en la democracia deciden— le repugnan. Sabe hablar sólo con esos pocos a los que considera sus iguales y con los que comparte las mismas fobias y prejuicios; al resto o los manipula, o los engaña, o los desecha, o los somete y eso, hasta el 2018, pero nada más hasta entonces, le funcionó.
¿Cómo entonces aspira la oposición a convencer a quienes subestima?
¿Cómo atraer a las urnas y conseguir los votos de quienes en esos seis estados donde habrá elecciones, votaron mayoritariamente por López Obrador y por el proyecto de transformación que él encabeza?
¿Con qué ideas, con qué propuestas —si no tienen más que el odio que sienten por el Presidente— apelarán a la consciencia de una masa a la que, además y por definición, consideran informe e inconsciente?
Volverán los opositores, que insisto, no entienden el cambio que en este país se ha producido a sus viejas mañas.
Harán uso de la violencia en las redes y en las calles e intensificarán las calumnias en los medios; desplegarán sicarios, por un lado, “operadores electorales” y expertos en mercadotecnia por el otro y encargarán a los mercenarios de la información enrarecer el clima político con campañas de propaganda negra y con mentiras.
El PRI y el PRD, partidos ambos en extinción, se juegan en Hidalgo, Oaxaca y Quintana Roo lo poco que les queda de vida. Perder Aguascalientes, Durango y Tamaulipas pondría al PAN al borde del colapso.
Jugarán pues sucio los opositores, porque están desesperados, pero de poco o nada habrá de servirles, si las y los ciudadanos conscientes, si los protagonistas de esta revolución que sucede en las almas, acude —en esos seis estados, el 5 de junio próximo— masiva y libremente a las urnas y decide, de nuevo, como en el 2018 cuando lo hizo por López Obrador, refrendar su apoyo a la transformación del país y votar sin miedo.