
La atmósfera, la envoltura de aire que tiene nuestro planeta, generalmente se clasifica en capas que varían en cuanto a la cantidad de aire y composición química.
La más externa de ellas, la exosfera, se extiende hacia el espacio exterior, desde unos 300 kilómetros de altura hasta que se disipa por completo alrededor de los mil kilómetros.
Es precisamente su escasa concentración de aire la que es aprovechada por una de las armas más terribles jamás imaginadas: el misil balístico.
Se trata de un proyectil impulsado por un motor de cohete hasta alcanzar la exosfera, para luego caer por gravedad sin propulsión alguna. Es tan sólo un objeto cayendo a una velocidad inmensa, que puede superar los 20 mil kilómetros por hora. Pero no se trata de una caída al azar.
Su trayectoria sigue la forma de una curva parabólica, es decir que tiene una silueta parecida a una U invertida, como el arco que observamos en los chorros de agua de las fuentes.
Se calcula que en el reciente conflicto entre Irán e Israel se han empleado más de 400 misiles de este tipo desde fines de 2023.
Tanto los misiles, los obuses de artillería y los balones de basquet siguen este camino a consecuencia de dos fuerzas: la que los impulsa hacia arriba y al frente, y la gravedad que los jala de nuevo hacia abajo.
Debido a esto se puede calcular el sitio en que se impactará tras el lanzamiento. De la misma manera en que se le puede atinar al aro de baloncesto.
Tal vez el primer misil balístico fue el V2, diseñado por el mítico Wernher von Braun en la Alemania nazi.
Desde entonces hasta el anuncio del más nuevo del arsenal iraní presentado hace unas semanas, estos artefactos se han vuelto más destructivos y complejos, aunque la lógica es la misma. Un lamentable ejemplo de que a veces la ciencia no siempre se emplea como se debe.