Parece cansado. Va de calle en calle, pasa de una avenida a otra. Se le acerca al señor que vende revistas, le indica que se aleje. Se da la media vuelta y se sienta debajo de una jardinera, a las afueras del metro Garibaldi. Ésa es la rutina diaria del “día de descanso” de Sergio, de 24 años. “Nací en el Centro Médico de la Ciudad de México. En aquel entonces vivíamos en Mecánicos, en la colonia Morelos. La casa de mi mamá ahora está en la Guerrero. La de ella, porque la mía no. Mi casa es la esquina de Mosqueta con avenida Paseo de la Reforma. Ahí tienes tu humilde rincón”, explica el joven de manera amable y con una expresión de tranquilidad.
Según el censo de Población y Vivienda 2020 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en México hay 31.8 millones de niñas y niños de 0 a 14 años. Esta cifra representa 25.3% de la población total. “Recuerdo cuando jugaba en la fuente con mis amigos. Todo era muy divertido. Nos mojábamos mucho, y aunque a muchos niños no les gustaba, a mí sí. Todo era muy bonito”, expresa el muchacho de quien el recuerdo aprovecha para sacarle un suspiro y una mirada perdida de nostalgia.
“Estudié hasta la secundaria. A cada rato me corrían porque me peleaba. Me volví agresivo porque mi mamá siempre me decía: ‘Si te pegan, no te tienes por qué dejar. Párteles su madre también’. Y así fue, por eso no terminé. Al no estar en la escuela, empecé a andar por las calles. A veces trabajaba o sólo estaba en mi casa viendo televisión, hasta que un día, en la calle, no me dejé y me peleé. Me metieron a la correccional. Al salir ya mi mamá me había corrido”, agrega Sergio al llevar a contraluz la actual situación en Ciudad de México, donde las autoridades censaron 6 mil 754 indigentes. De ellos, al menos 4 mil duermen en la calle, según el periódico Reforma. De éstos, una tercera parte, 2 mil 250, son niños indigentes, y mil 350 duermen en la calle. ¿Las causas? Muchos huyen de familiares abusivos o que los echan de la casa; los ponen a mendigar, o los venden a traficantes, incluso los entregan a correccionales. También algunos se encuentran huyendo de reformatorios, orfanatorios o albergues. El simple deseo de libertad y aventura es otra de las causas.
La historia de Sergio se empezó a escribir cuando salió de su casa. De hecho, mezcla algunas de las causas mencionadas arriba: lo echaron de donde vivía, con la combinación de buscar su libertad y la aventura de “trabajar” por su propia cuenta. “Me fui a Los Ángeles, California, un tiempo. Allá empecé a vender discos y películas. Me tocó la muerte de Jenni Rivera, aquel día fue grandioso. Vendimos muchísimo. Pero en seguida me detuvieron por piratería: me pusieron una pistola en la cabeza, me quitaron las películas, los discos, y me encarcelaron. En Estados Unidos no es lo mismo que aquí. Me la pasé tres meses encerrado, cuando salí me regresé a la ciudad. Mejor las calles de México que estar allá”, apunta sonriente aquel joven al que se le complica en muchas ocasiones formar una frase o hasta una palabra. El tiempo no sólo le ha despojado de una apariencia más joven, también de una comunicación fluida y lógica.
“No tengo novia porque me atosigan. Tenía una, pero sólo me quería tener controlado. Mejor así, solo. En este momento no me interesa tener un compromiso”, expresa Sergio formulando una expresión formal y a la vez simpática y que no se le borra al rememorar cómo fue su vida en las calles desde que abandonó el “sueño americano”: “Vendo de todo lo que me encuentro en la calle, en los basureros, más lo que a veces me regalan. Hoy es mi día de descanso, pero aquí, afuera del metro, pongo mi puesto. Ofrezco desde películas, juguetes, libros, hasta cinturones y relojes”, alude Sergio al insistir, en todo momento, en voltear a ver la hora en su reloj azul, resultado de una concesión tomada de su negocio propio, y al ejemplificar 62.1% de los niños que trabajan en México, sobre el 37.9% que representan las niñas, según el INEGI.
Sergio se traba al hablar la mayoría de veces. Algunas palabras no le fluyen y otras simplemente no las halla al buscarlas cuando desea expresarse. Pero él siempre hace lo posible para charlar de manera continua y segura. “De pequeño quería ser policía, pero las drogas no me dejaron. Un día, andaba en mi auto propio. Los chavos de la calle siempre se juntaban para drogarse. Aquella vez, dejé el carro, ellos ya me habían ofrecido, pero en ese momento decidí probarlo. Eso fue cuando yo tenía 21 años. Desde entonces, no puedo dejar la ‘piedra’ y el ‘activo’”, cuenta Sergio en un momento en el que la tristeza ha ganado terreno en su rostro, por primera vez en la conversación, voltear al ver hacia la ‘nada’ y da un suspiro. Suelta una enorme risa delatando su nerviosismo. No se siente orgulloso de ser drogadicto.
“No hubiera querido estar así, pero tampoco hubo otras oportunidades. Aunque las busqué, la gente ya no me las da”, sentencia el joven que no se puede insertar a la estadística de la Organización Jóvenes Constructores de la Comunidad, que señala que la mayoría de las adicciones nacen del alcohol o el tabaco, y que empiezan a los 14 años. No obstante, Sergio es el reflejo de una juventud en la que, según la Organización Mundial de la Salud, 4 de cada 10 menores de edad tienen alguna adicción a las drogas.
“He querido regresar a mi casa, pero no puedo. Mi mamá ya no me deja. Tanto ella como mi papá son de Guerrero, de un pueblo de por allá, son muy violentos conmigo. Prefiero seguir en las calles, porque además con eso de la pandemia, no tienen trabajo y están más enojados todo el tiempo. ¡Claro que tengo mi cubrebocas! Lo traigo en mi bolsa porque ahorita no estoy en un lugar cerrado. Del coronavirus me hablaron varias personas, me enteré por la televisión del negocio de un amigo. Yo me cuido mucho, no me quiero enfermar”, puntualiza Sergio al sacar a flote la estadística de Red por los Derechos de la Infancia en México, que en 2020 alertó sobre el incremento de la violencia dentro de los hogares, donde cada dos horas, un menor sufre golpes y hospitalización; y siete de cada 10 agresiones, ocurrieron dentro de la vivienda.
Sergio ha sido amable todo el tiempo. Aunque no deja de ver su reloj, cada vez es más persistente su mirada hacia él. Parece que más que ver la hora, lo observa por ser su última adquisición. Voltea, sonríe y confirma: “Es lo más valioso que tengo ahorita”. Se levanta un poco mareado, voltea a ver nuevamente todo su entorno. Parece revitalizado. Ni él sabe dónde, pero su reloj le indica que debe buscar alimentarse. La hora de la comida ha llegado.