Reportajes especiales

Así fue el rol de Antonia Nava, “La Generala”, en la gesta independentista

El papel de las mujeres durante la independencia fue fundamental. Múltiples investigaciones históricas señalan a las mujeres como responsables de toda la complejidad que implicó la organización de la guerra de Independencia. En aquél tiempo no había oportunidades laborales fuera de los espacios domésticos, aunque fueron ellas el soporte de la economía de guerra.

Algunos nombres se han revelado con el tiempo como el de Doña Josefa Ortiz de Domínguez o de Leona Vicario, también así de María Ignacia Rodríguez de Velasco de Osorio Barba y Bello Pereyra, conocida como ‘La Güera Rodríguez’. No obstante, todavía nos enfrentamos a una historia escrita bajo una perspectiva masculina, donde el papel de las mujeres continúa rezagado, escrita detrás de las costillas de los héroes, aunque resaltan los esfuerzos de este tiempo para reconocer sus aportes. 

Las mujeres durante esta época trabajaron como parte de la lógica comunitaria. Su papel durante las luchas fue el de tejer redes de apoyo para el combate y redes sociales para involucrar a más personas; tejer desde su condición cultural y desde los límites que su condición histórica les imponía. 

Durante el movimiento de Independencia el contexto estuvo dominado por un catolicismo asfixiante, donde las mujeres no tenían la movilidad y el reconocimiento. Pocas de ellas recibieron la posibilidad de instrucción, lo que no eliminó su conciencia política y su compromiso ideológico.

Tal fue el caso de Antonia Nava de Catalán, conocida por los soldados insurgentes como ‘La Generala’. Oriunda de Tixtla, Guerrero, y esposa de Nicolás Catalán, participó en la guerra de Independencia junto a su marido en las líneas de José María Morelos y Pavón.

Su nombre está escrito con letras de oro en el Palacio Legislativo de San Lázaro, y ha quedado para la posteridad como reconocimiento a su valentía.

 

La lucha de ‘La Generala’

Antonia y doña Catalina González entraron decididas en la habitación, seguidas de otras mujeres. Los generales hablaban en torno a una mesa rectangular de madera. Discutían sobre las medidas a realizar. El asedio era cada vez más asfixiante: la comida casi agotada, el parque se extinguía y la moral, y la salud de la tropa, se venía a pique, y lo peor, parecía, estaba por venir.

La resistencia se había extendido cincuenta largos días con sus largas noches. Hasta ahora el acuerdo inmediato era polémico pero necesario, decían unos; otros buscaban la posibilidad de una salida menos dramática. Nicolás Bravo estaba decidido y lanzó una sombría mirada a Nicolás Catalán, su mano derecha. Armijo tenía toda la ventaja, y sus rivales estaban arrinconados donde el realista había decidido. Se contaban sobre él muchas historias, pero destacaban dos: su destreza como militar y su crueldad contra el enemigo. Aculco, Puente de Calderón y, sobre todo, Guanajuato habían endurecido su carácter. Se había formado en las milicias y luego pasó al cuerpo de Dragones de la Reina, donde inició su carrera como sargento.

Con el asedio y los caminos cerrados, los suministros se habían terminado hacía un par de días y el enemigo lo sabía. Por ello había intensificado sus ataques. Lanzaban breves escaramuzas que dejaron más heridos que muertos. Así, el desgaste sería mucho más rápido.

“No era que faltase el valor: era que hacía algunos días que las provisiones se habían agotado y el desaliento había invadido a los insurgentes, algunos de los cuales veían la capitulación como halagüeña esperanza,” narró una crónica décadas después.

Nicolás Bravo estaba por emitir la orden: la tropa debía ser diezmada para alimentarse. La mano de Nicolás Catalán sería verdugo temporal en este macabro mandato por la supervivencia. En ese momento crítico fue cuando Antonia y doña Catalina irrumpieron en escena.

“-Venimos porque hemos hallado la manera de ser útiles a nuestra patria. [Continúa la crónica] ¡No podemos pelear, pero podemos servir de alimento! He aquí nuestros cuerpos que pueden repartirse como ración a los soldados”, y en ese momento Antonia Nava, en un arrobo de valentía y “varonil actitud” empuñó una daga que llevaba guardada en el cinto, y la apuntó contra su pecho. Las demás mujeres imitaron el acto. Antonia Nava, doña Catalina González, Dolores y María Catalán, y el resto de mujeres cuyos nombres se desvanecieron entre pólvora y omisiones, estaban dispuestas a servir de alimento por causa”, los militares palidecieron y la tropa se vigorizó.

Al día siguiente, las mujeres acompañaron las reyertas; iban armadas con machetes y palos para enfrentar a los realistas. 

Nicolás Catalán se había casado con Antonia Nava en Tepeapulco, años atrás. Se habían conocido en Tixtla, de donde ella era originaria. Nacida en 1779, era un año mayor que él. Se habrían conocido y contraído nupcias al final de su infancia, a finales del siglo XVIII.

Se mudaron una temporada a Chilpancingo, pero al tener que enfrentar problemas familiares, decidieron cambiar su residencia a Jaleaca, en esa misma región. Ahí, echaron raíces y tuvieron ocho hijos (tres mujeres y cinco hombres). Las fuentes no cuentan el nombre de ellas, y sí dos de ellos: Manuel y Nicolás, ambos recordados por su muerte durante la gesta independentista mexicana del Siglo XIX.

El 13 de septiembre de 1813, en Chilpancingo se convocó a un Congreso que sería clave para las diversas luchas independentistas de América Latina, quienes se declaraban en franca rebeldía en contra de la monarquía española.

Fernando VII había conseguido su gran victoria frente a un ejército de ocupación mermado por los múltiples frentes que tenía abiertos. Años atrás, Napoleón había tomado el control militar de la península ibérica, y las Abdicaciones de Bayona, en 1808, le habían entregado el control político al emperador francés. Éste colocó a su hermano al frente del trono.

La batalla de Vittoria, en el país vasco, en junio de 1813 devolvió la esperanza de recuperar el trono español; en agosto, la nueva victoria en San Marcial, refrendaba el camino.

Por eso era tan relevante que el Congreso se llevara a cabo en esas fechas porque era un golpe de unidad política en el creciente movimiento independentista; era también un mensaje en contra del control colonial que invitaba al resto de las Américas, a sumarse a crear naciones independientes (“Que la América es libre e independiente de España y de cualquier otra nación”) y constituía una élite al mando.

Antonia Nava entendía esto con mucha claridad (“El Supremo Congreso constará de cinco voces de la potestad que tienen, y cumplimientos del pacto convencional”). Catalán era un caudillo importante y reconocido por su compromiso con la causa política. Fungía como capitán bajo el mando de Nicolás Bravo, y se había formado con el propio Morelos. Se trataba de un comandante que inspiraba confianza y cuya carrera militar era promisoria.

El matrimonio Catalán-Nava hizo su enroque, y Antonia ofreció su casa para que se celebrara la cena de la primera reunión del Congreso de Anáhuac, donde se declaraba la independencia de la América Septentrional del trono español. Quintana Roo, López Rayón, Bustamante, Herrera, Liceaga, Verduzco, Ortiz de Zárate y su amigo personal, Morelos, fueron los invitados de honor. Durante la tertulia, se leyeron los “Sentimientos de la Nación”.

Años después, durante el sitio de Chilpancingo, Antonia volvería a protagonizar una escena digna de nuestra historia. Los Catalán Nava se habían encontrado con su viejo enemigo: José Gabriel Armijo, quién también sobrevivió a la guerra y después juró fidelidad al Imperio de Iturbide. Uno de los defensores de la ciudad era hijo de Antonia, se llamaba Nicolás. El joven yacía tendido en el campo.

Ante la escena donde prevalecía el llanto seco, por la muerte de su hijo, Morelos intentó -según versos escritos, tiempo después por el poeta Joaquín Carranza- arropar la muerte del joven y cobijar a la madre, dijo:

Calma señora tu pesar profundo

Y ten la abnegación de un buen cristiano

Ha muerto por su patria,

Y en el mundo es un deber sagrado,

Sin segundo,

De morir por su patria el mexicano.

 

A lo que Antonia, con voz severa respondió:

De mi marido la gloriosa muerte;

no es pena señor, que yo lamento,

es de mi corazón el cruel tormento

no tener otro esposo que ofrecerte,

mas me quedan cuatro hijos que te entrego.

Antonia sobreviviría a la guerra. Durante la firma del Plan de Iguala, Antonia Nava y dos de sus hijos estuvieron presentes. Se vinculó con el grupo de Vicente Guerrero y siempre estuvo al pendiente de lo que el movimiento necesitaba. Durante la entrada del Ejército Trigarante, el 27 de septiembre de 1821, a la Ciudad de México, iba montada a caballo y acompañada por sus cuñadas Dolores y María Catalán.

Antonia murió en Chilpancingo, en 1843, tres años antes de la intervención estadounidense a México, a los 63 años. Su labor fue urdir tramas en favor del movimiento insurgente, desde su rol y fuera de él, apoyó a dos caudillos que serían, años después, nombrados presidentes de México.

El editor Victoriano Agüeros imprimió dos volúmenes de relatos que celebran y cuentan curiosidades de la guerra de 1810. Los libros impresos, en Ciudad de México, llevan por título “Episodios Históricos de la Guerra de Independencia” y contó con la participación de escritores como Payno, Lucas Alamán, Mariano Otero, Altamirano y Rivapalacio, entre otros.

En el primer tomo, el historiador guanajuatense publicó el texto, “Heroínas de la Independencia”,  que rindió homenaje a las mujeres de ese tiempo, en el que resuena y se reconoce a ‘La Generala’.

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