Reportajes especiales

“Después del 2 de octubre había muertos hasta en los respiradores de los baños”

Siglo XIII. Según el mito, después de la fundación de Tenochtitlán, en 1325, Huitzilopochtli ordenó a los mexicas que se repartieran sobre los cuatro ámbitos del mundo. De esta manera, en 1337, un grupo inconforme se asentó entre el lago y los carrizales, en una terraza (tlatelli) o un xaltilolli, “punto arenoso”. Otras fuentes enuncian que los mexicanos vivieron juntos en Tenochtitlán 12 años y al treceavo algunos se separaron y fundaron Tlatelolco Xilliyácac. A la llegada de los españoles, los tlatelolcas, sea cual fuere su origen, se encargaron de dejar testimonios de su existencia. De ahí los códices y lo que hoy conocemos como ruinas.

Siglo XX. La época de la consolidación e identidad mexicanas. El establecimiento del México moderno. Se asomaban los destellos de una anhelada urbanización en la segunda mitad de aquel siglo. ¿Las coordenadas espacio-tiempo?: Distrito Federal, 1960. El concepto “cosmopolita” empezó a imperar en la gran Ciudad de México. Entre los principales proyectos estuvo la creación del Conjunto Habitacional Nonoalco Tlatelolco.

Fue un 21 de noviembre de 1964 cuando el entonces presidente Adolfo López Mateos inauguró Tlatelolco. Sección I: de Insurgentes norte a avenida Guerrero; Sección II, de la anterior a Eje Central Lázaro Cárdenas; Sección III, de Lázaro Cárdenas a Paseo de la Reforma. Los trabajos de construcción se iniciaron en 1960, dos años después llegaron los primeros residentes en la primera sección; la inauguración se hizo en 1964, aunque la conclusión fue en 1966 al finalizar la tercera sección.

Tlatelolco sería la obra más grande, hasta el momento, y símbolo de urbanización en el corazón del país azteca. Olía a primer mundo.

El hoy Patrimonio Cultural de la Ciudad de México estuvo en manos del arquitecto Mario Pani, al lado de los arquitectos Luis Ramos Cunningham y Ricardo de Robinafue. Tlatelolco ha representado una especie de cajas rusas que alberga “una ciudad dentro de otra”. Con su propio comercio, negocios, escuelas, recintos culturales, deportivos. Y, sin duda, sus propios infortunios.

 

Pasado

“Era 27 de septiembre de 1968. Iba hacia mi trabajo en el Centro Histórico. Atendía la tienda ‘Regalos Lasky’, cuyo dueño era Julio, un polaco que puso su apellido a su negocio. Iba bajando de la micro. Pasé la esquina, me iba a atravesar la calle. De pronto sentí cómo me jalaron dos personas. Eran Luis y Armando, compañeros de trabajo. Pidieron que corriera con ellos. La tienda estaba cerrada. Sólo despachábamos a foráneos. Cada día se intensificaba más la violencia en las calles de la ciudad. Veíamos cómo grupos –supuestamente de estudiantes–, se subían a asaltar, quemaban los camiones de refrescos, saqueaban las camionetas de marcas como Wonder, Gamesa o Pascual. Todo era una locura”, explica la señora Elena, residente de la primera sección de Tlatelolco.

En aquel entonces tenía 22 años y, aunque no consumía medios de información, vivía en las calles los hervores de aquel México 68.

“Alistábamos la marcha. Éramos un grupo de estudiantes dispuestas a manifestarnos en contra de la represión. A favor de los derechos que nos habían estado arrebatando a través de los años”,

“Sí, eran cada vez más las marchas que hacíamos, pero también el tamaño del nulo caso que nos hacían. Por eso decidimos salir a las calles. Aquel miércoles 2 de octubre era, para nosotros, un día más. De pronto, se escucharon cuetes. Empezaron los tiros por todos lados. Mis compañeras y yo corrimos hacia la iglesia. No nos abrieron. Y para colmo, unos policías nos emparedaron. Estaban por agarrarnos a tiros cuando uno de ellos nos gritó que dejáramos de estar de revoltosas, que nos largáramos a nuestras casas. Corrimos cada una por donde pudimos. Yo me escondí debajo de un coche hasta que acabó todo. A dos de mis amigas jamás las volví a ver”, recuerda con nostalgia Paty, estudiante de Medicina en la UNAM, en aquel entonces.

Estábamos acostumbrados a vivir ya en la explanada las manifestaciones, aunque no fuéramos los demandantes. No sólo de estudiantes. De cualquier sector. Sin estar de acuerdo o en contra, la mayoría de los vecinos de la tercera sección respetábamos. Callábamos, algunos aplaudían y los más se encargaban de apoyarlos con lo que estaba en sus manos; los menos estaban en contra. La Unidad Tlatelolco se fincó bajo la filosofía de albergar al sector obrero –en su mayoría–, de toda la ciudad”, cuenta doña Fanny, habitante en el edificio 16 de septiembre, aledaño a la Plaza de las Tres Culturas.

 

“Hubiera sido incongruente ser indiferentes ante lo que evidentemente estaba creciendo ya mucho. Aquel 2 de octubre de 1968 era una tarde más. Un día más. Yo estaba cuidando a mi sobrino. Vivíamos en el piso subterráneo. Teníamos la plancha de las Tres Culturas al nivel de una televisión; y a su vez casi nadie podía percibir que alguien miraba algo. Se escucharon petardos. Empezó lo que parecía un bombardeo. Todo mundo corría, a caer. Mi sobrino me preocupó mucho porque había salido a esas horas a la tienda. Moría de angustia por todo lo que estaba pasando. Por mi mente sólo pasaba lo peor; no podía salir y él no volvía”.

 

Presente

Recuerdo que aquel 2 de octubre había ido con mi mamá a un sauna que está en la colonia Guerrero. Salimos a eso de las 6 de la tarde. Ningún taxista nos quería recoger. Apenas escuchaban la palabra ‘Tlatelolco’ y nos negaban el viaje. Al tercer chofer, mi mamá se desesperó y preguntó qué estaba pasando. El taxista sólo nos cuestionó si no sabíamos que estaba todo lleno de manifestantes. Al ver la edad de mi madre, nos dijo que nos podría acercar a Insurgentes –nosotras vivíamos en la primera sección–. Aceptamos, nos dejó prácticamente a unos pasos de la casa. Nada extraordinario pasaba en esa zona”.

“Mi papá acostumbraba a llegar a eso de las 8 de la noche. Aquella vez entró por la puerta a eso de las 12 de la noche. Tampoco entendía lo que sucedía. Sólo nos contó que lo bajaron unas calles antes de Tlatelolco, pero no más. A eso ya nos empezábamos a acostumbrar; la última semana ya era normal que sucediera eso. Lo de menos era caminar. Sufrir asaltos en ese camino ya empezaba a ser cotidiano. La señora Paquita, vecina del departamento de abajo, había ido a ver a mi mamá. Le contó que su hija, Paty, estaba en las manifestaciones. A lo lejos se escuchaban truenos. Parecían cuetes, jamás pensamos que eran balas. Mi mamá tranquilizó a doña Paquita. Por los solitarios pasillos –para la hora que era– de la primera sección del Tlatelolco de los años 60 era normal que ya nadie pasara. Aquella noche se escuchaba gente corriendo en el pasillo del enorme edificio Allende, pero de vez en cuando, nada exageradamente extraordinario”, narra la señora Elena.

“Llegué asustadísima. Mi mamá estaba llorando. Me abrazó y me preguntó qué había pasado. Le conté cómo había empezado todo. Cuando pude salir debajo del coche empecé a escabullirme hasta que logré llegar ilesa a la primera sección. La tercera se había convertido en un campo de guerra. Había muertos por todos lados. También le conté a mi mamá la manera en la que se habían compadecido de nosotras”.

La forma en la que cada una nos escondimos. Todo había sido realmente una pesadilla. Aunque momentáneamente temía hasta de mi sombra, al poco tiempo recuperé la valentía y el espíritu de lucha. Incluso aunque mi mamá siempre estuvo en contra de mi participación”, reclama doña Paty.

“Empezaron a transcurrir las horas. Los muertos se veían cada vez más. Todos eran jóvenes. No se notaba compasión entre los que disparaban, ni de frente y menos desde arriba de los edificios. El Chihuahua, que es uno de los más altos, se caracteriza por ser nido de desconocidos. Hay gente que ha vivido siempre ahí y no conoce ni a sus vecinos. Cada entrada, cada acceso, todo es tan independiente que no dan ni ánimos y menos interés por conocer a los que lo rodean. Por eso se pudieron meter tan fácil los paramilitares. Jamás nos dimos cuenta, los que vivimos en Tlatelolco, de la manera en la que se resguardaron tantos elementos para disparar con la facilidad con la que lo hicieron”.

Hasta la media noche, entre tantos muertos, pude salir a buscar a mi sobrino. Lo había detenido el encargado de la tienda. Al ver la balacera, prefirió esconderlo. Él no vio nada, estuvo bien asegurado. A eso de las 5 de la mañana, ya del 3 de octubre, empezaron a llegar unos camiones enormes. Pude ver perfectamente cómo, con palas, levantaban a los muertos y heridos. No había discriminación. Echaban a todos como si fueran escombros. Era un derrame tremendo de sangre lo que se veía. A las 7 de la mañana, la plancha de las Tres Culturas estaba perfectamente limpia. Como si nada hubiera pasado”, rememora la señora Fanny, quien después de aquel 2 de octubre sufrió de urticaria ante cualquier crisis nerviosa que le daba; por muy pequeña que fuera.

 

Futuro

“El 3 de octubre me levanté para ir al trabajo. Consciente de que me podrían volver a bajar del camión o incluso asaltar, todo fue diferente con respecto a los días anteriores. Llegué sin ningún problema. Volvimos a abrir y a atender a todo público. Nadie hablaba de nada. En las noticias nada se veía ni escuchaba. Los periódicos no decían absolutamente nada de lo sucedido en Tlatelolco. Incluso entre los que sabíamos que algo había ocurrido, parecía haber una especie de ley del silencio. Era como si sobreentendiéramos que, si hablábamos o pronunciábamos ‘2 de octubre, Tlatelolco, Plaza de las Tres Culturas’, fuéramos a morir. Nadie dijo nada”, dice mientras cierra los ojos de dolor la señora Elena.

“Fue mucha sangre la que se vio aquella noche en la tercera sección de Tlatelolco. Nunca entendí por qué se silenció tanto un hecho tan sanguinario y duro de nuestra historia. Porque, además, no todo terminó ese 2 de octubre. Todos los edificios de las tres secciones de la Unidad Adolfo López Mateos –como también se le conoce–, tienen una especie de respiraderos que van desde el sótano hasta el último piso. Son espacios oscuros y fríos que, en todos los departamentos, tienen conexión con los baños. Muchos los tapamos con vidrío como una ventana más, hay quien pone una malla para que no entren animales. Pero, al servir como oxigenación, nadie se atrevería a cubrirlos totalmente.

Unos dos meses después de la Masacre, empezaba a expedirse un olor muy feo de los respiraderos. Pensamos que era exceso de basura, como suele pasar. Por eso ya sabemos que tenemos que pagar para desazolvar. En teoría no tendría que tirarse nada, pero la gente no hace caso. Cuando empezaron los trabajos de limpieza, encontraron cuerpos ya putrefactos. Se cayeron, se aventaron heridos, los tiraron o simplemente se tropezaron y nadie los escuchó. Ésa es una de las otras grandes muestras de la magnitud de la noche de Tlatelolco”, expresa enérgica la señora Fanny.

“El trauma me duró poco. La lucha tenía que continuar. Después del 2 de octubre siguieron pocas manifestaciones, pero ya no con el mismo ímpetu que la de 1968. Incluso el 2 de junio de 1969 había una convocatoria en la avenida 5 de Mayo, en el centro de la ciudad. Una semana antes me caí de las escaleras en la escuela–no sé si buena o mala suerte–. Ya no pude asistir. Aquella tarde, en la que yo iría al frente de la resistencia, con la pancarta central, volvieron a haber disparos. Mataron a todos los que iban encabezando la marcha. Eso fue apagando, físicamente, el movimiento. Porque en espíritu, jamás ha muerto ni morirá. Porque la Noche de Tlatelolco es parte del ADN de la juventud moderna del México que hemos heredado a los demás”, concluye Paty.

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