Eran las 8:00 de la mañana. En la casa de Lalo no había dinero. Su esposa estaba muy enferma y él era el único sustento de su familia.
“Sé que no era la mejor opción, pero tampoco tenía otra alternativa al momento. Me habían despedido como obrero en una fábrica textil, en Tlalpan, Ciudad de México, y verdaderamente la necesidad me llevó a hacerlo. Encontré a una mujer que iba hablando con su celular, estaba distraída; se me hizo fácil arrebatárselo. Esto, sin contar que en la esquina había una patrulla. Me detuvieron. Estuve tres años en la cárcel”, explica Eduardo, quien con 40 años, está dispuesto a reencaminar su vida. Aunque la palabra “inserción”, desde su punto de vista, no le ha quedado clara.
“Actualmente trabajo como ayudante de una panadería. Cargo costales de harina y azúcar. No aspiro a más. Tampoco es fácil integrarme a la seguridad social. Incluso hasta sacar la credencial de elector para poder vacunarme contra COVID-19 me ha sido muy complicado”, afirma Lalo, quien la enfermedad de su esposa –diabetes–, y las complicaciones que la drogadicción le acarrean, lo han orillado a tener que buscar más alternativas para ganar dinero. En su caso, la prostitución ha sido la opción. Oficio que “aprendió” tras las rejas.
“Después de dictarme sentencia me llevaron al reclusorio, prefiero no dar la ubicación, a un año de haber salido, siento que alguien me persigue, me acosa y me está cuidando para ver ‘cuánto saco’. Nunca me explicaron por qué, pero me encerraron en una ‘celda de personas homosexuales’. En esa sección viven algunas parejas que se han formado a través del tiempo, los ‘amiguitos’ de algunos funcionarios, y los que caemos por accidente”, detalla Eduardo.
El filósofo francés, Michel Foucault, atrajo el término ‘poder’, proveniente del latín possum à potes à potuî à, que de manera general significa ser capaz, tener fuerza para algo, o que es lo mismo, ser potente para lograr el dominio o posesión de un objeto físico o concreto, o para el desarrollo de tipo moral, político o científico.
“No pasó ni una semana, cuando me mandaron llamar. Nunca entendí cuál fue el proceso. Menos quién fue exactamente el que me mandó a pedir. Sin explicación alguna, me sacaron de mi celda en la madrugada. Fue un lugar muy oscuro al que me transportaron. Empecé a sentir una mano que se desplazó de mi abdomen hacia la cintura. Lo demás ya es historia”, narra Lalo, quien, a partir de ese entonces, entendió las “reglas del juego”. Y es que, como Foucault lo refiere en Historia de la sexualidad. El uso de los placeres: “el comportamiento de un joven se muestra como un dominio particularmente sensible al corte entre lo que es vergonzoso y lo que es conveniente, entre lo que da honra y lo que deshonra”. Para Lalo todo estaba claro: no había vergüenza y menos honra.
Normalización de la violencia
“Nací en una de las zonas más marginadas de la Ciudad de México: Tepito. Nunca fui a la escuela. Desde los 15 años tuve que buscar la manera de sobrevivir. Me casé a los 16, bueno, me ‘junté’ porque mi esposa se embarazó. Y aunque abortó, nos acostumbramos y seguimos juntos. Todo el tiempo he vivido rodeado de lo más bajo de la sociedad. Yo soy parte de ello. Pero lo que jamás me había pasado por la mente, es que yo conociera ‘en carne viva’ la palabra prostitución. Menos para poder salvar mi permanencia en un lugar”.
Tal como narra el famoso y escandaloso libro testimonial Fuga de Lecumberri, en el que su autor, Dwight Worker, en 1975 cuenta la manera en la que se disfrazó de mujer para huir, explica ya desde entonces la existencia de las llamadas “celdas homosexuales”.
“Otros son los casos en los que te obligan a prostituirte con presos con mayor poder adquisitivo, o funcionarios”, destaca Lalo.
Y es que, según el “Pronunciamiento sobre la atención hacia las personas integrantes de las poblaciones LGBTTTI en centros penitenciarios”, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH, Noviembre-2018), de acuerdo con la estadística del Sistema Penitenciario Nacional, al mes de agosto de 2018, había 202 mil 745 personas privadas de la libertad, de las cuales 192 mil 225 son hombres y 10 mil 520 mujeres; 1% pertenece a la comunidad LGBTIQ+.
Lalo afirma que, al menos en su experiencia durante tres años, y conviviendo en celdas para homosexuales, vio muchos abusos como los que se piensa frecuentemente. No obstante, “es posible que para nosotros las violaciones por ‘malas conductas’ o abusos sexuales ‘por antojo’, son dentro de la cárcel parte de las cuotas entre compañeros que incluso se salen de la vista y del control de los vigilantes”.
Esta situación se respalda con un informe de “Violencia contra personas LGBTI”, elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2016. El documento señala que “en México, seis de cada diez de personas lesbianas, gay, bisexual y transgénero privadas de su libertad han sido víctimas de diferentes tipos de abusos. Son los más vulnerables, entre los vulnerables”.
Las burlas, el acoso lingüístico y los sometimientos son, según Lalo, el pan de cada día de los centros de readaptación social; incluso para gente no homosexual. Es suficiente con ser “menos fuerte” para ser víctima. En términos de la comunidad LGBTIQ+, el informe de la CIDH manifiesta que “en los espacios de reclusión ocurren abusos reiterados, pues los hombres gays y las mujeres trans pueden ser víctimas de servidumbre forzada por parte de otros internos o son obligados a servicios sexuales. En países como México, además, las mujeres trans regularmente son albergadas en pabellones para hombres”.
Tal y como lo sucedió con Eduardo, la CIDH detalla que “los abusos no solamente ocurren entre los internos, sino que la autoridad también es perpetradora o permite las agresiones”.
Según el reporte, “agentes de la policía incitan a otras personas a abusar sexualmente de las personas LGBTI e incluso han repartido condones para facilitar el abuso. En otros casos, ubican a las personas homosexuales en celdas con convictos acusados de violencia sexual”.
Un nuevo camino
Otra de las experiencias que vio Eduardo, que refuerza ese argumento de la CIDH sobre la ubicación de homosexuales en celdas con convictos acusados de violencia sexual fue:
“Esto lo hacen para intentar, normalmente, que los gays dejen de serlo. Incluso a veces la orden viene de afuera. Me tocó saber de un chavo que su papá estaba de acuerdo en que le ‘ayudaran a reconvertirlo’. Fue uno de los casos más sonados en el penal. Todos sabemos que eso no es posible, pero sí recurrente intentarlo”.
Apenas el 6 de junio pasado, el pleno del Congreso de Ciudad de México aprobó las reformas al Código Penal local para tipificar los contratos, tratamientos, terapias o servicios, tareas o actividades que pretendan corregir la orientación sexual o identidad o expresión de género, llamadas Terapias de conversión o Ecosig (Esfuerzos para Corregir la Orientación Sexual y la Identidad de Género); y que atentan contra el libre desarrollo de la personalidad e identidad sexual de las personas en la ciudad.
Esta aprobación, contrastada con la situación que vio Lalo, evidencia las tareas pendientes más allá de los ámbitos sociales del día a día. En grupos de personas marginadas también hay mucho por hacer. Y aunque, en junio de 2021 ya se organizaron actividades como el coloquio virtual “Visibilización de la Diversidad Sexual y de Género en Reclusión” y desfiles por la diversidad, en conmemoración por el Día Internacional del Orgullo LGBTTTI+ dentro de los centros de readaptación social capitalinos, los retos aún son más para este sector, y en muchos ámbitos.
Tal y como lo detalla Gabriela Gutiérrez, en su libro Sexo en las cárceles de la Ciudad de México, “como la comida, las drogas o el sexo, los Derechos Humanos se compran”. Esto lo refiere cuando describe la manera en la que, los días de visita, los patios de los reclusorios se llenan de casas de campaña, que “con las mismas cobijas todo el tiempo, apilados unos con otros, son alquiladas para que las parejas, heterosexuales, homosexuales, bisexuales… puedan tener intimidad”.
Este escenario lo describe la autora en 2016, cuando, afirma que el trámite burocrático para las visitas conyugales era tan largo, que las casas de campaña eran más prácticas en precio, acceso y acercamiento. Sin embargo, desde julio de 2017, el sistema carcelario mexicano empezó a permitir las visitas conyugales a sus internos homosexuales, en respuesta a una recomendación de la CNDH, la cual dijo que restringir esas visitas a los heterosexuales era discriminatorio.
“Salí de la cárcel un 14 de julio de 2021. Las calles aún estaban medio vacías. Nada que ver con esa multitud que estaba por todos lados en 2019. La pandemia me asustó más por no ver a la gente que por el temor al contagio. De inmediato me reintegré a mi familia. Me recibieron como si nada hubiera pasado. El mundo laboral no fue el mismo. Ha sido, y seguramente será, imposible conseguir un empleo formal”, cuenta Lalo.
Actualmente, al tabú de Eduardo se suma la fama de la que se ha tenido que hacer: la prostitución. Y la “ley de Esquines” le ha empezado a cobrar factura. Según Michel Foucault, “quien esté prostituido no podrá ya ejercer ninguna magistratura en la ciudad o fuera de ella, sea de elección o concedida por la suerte. No podrá expresar ya su opinión ante el consejo o ante el pueblo, aunque sea ‘el más elocuente de los oradores’. Esta ley hace pues de la prostitución masculina un caso de atimia –de deshonra pública– que excluye al ciudadano de ciertas responsabilidades”, así se siente Lalo.
“Mucha gente me ha dado la espalda. No me apoyan y menos me hablan. Pero eso sí, cuando apenas se voltean todos, uno que otro me llama para contratar mis servicios. Es el juego entre el tabú y el acoso que viví en la cárcel, se vive a diario, pero también fuera de ella”, concluye Eduardo.