Cultura

Chernóbil, el día en que el mundo murió sin darse cuenta

Era la 1 de la mañana con 23 minutos y 58 segundos del 26 de abril de 1986. Hay quienes vieron una luz, otros más que escucharon una explosión. Incluso quienes vivieron ambas sensaciones.

Así se empieza a escribir una de las historias más dramáticas de la historia contemporánea. Una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica de la ciudad ucraniana de Chernóbil, situada cerca de la frontera Bielorrusia. La catástrofe se convirtió en el desastre tecnológico más grave del siglo XX. Fue ése el inicio del final y el final del inicio.

Svetlana Alexiévich, escritora bielorrusa, publicó Voces de Chernóbil en 1997, pero no fue hasta 2015 cuando se hizo famosamente mundial al ganarse en Premio Nobel de Literatura. En cada una de sus páginas hay dolor, desesperanza, muerte, sueños truncados, en condensadas historias que dan fe de la enorme importancia que tuvo para todo el planeta aquel acontecimiento del que poco se sabe, pero mucho se habla.

  • Voces de Chernóbil está fragmentado en historias que dan testimonio de cómo vivieron la explosión diferentes habitantes de Prípiat, hoy ciudad fantasma en la zona de exclusión de Chernóbil al norte de Ucrania en la región de Kiev.

Alexiévich logra extraer aquellas particularidades que se hacen generalidades: “cuando nació… no era un bebé, sino un saquito vivo, cosido por todos lados, sin una rendija, sólo con los ojos abiertos. En la cartilla médica hay escrito: ‘niña, nacida con una patología compleja múltiple: aplasia del ano, aplasia de la vulva, aplasia del riñón izquierdo’”. Después de aquella explosión, todos fueron nadie. Muchos perdieron la fe, otros “confirmaron” profecías. La gente vivió para morir en vida.

Los relatos rescatan la historia de aquella mujer que se tuvo que disfrazar para poder darle el último adiós a su marido. Estaba embarazada y fingió que era enfermera. Nació su hijo y se había emocionado porque el recién nacido estaba físicamente sano. Le hicieron estudios, tenía cirrosis. Quienes sobrevivieron lo hicieron para desear no haberlo hecho: “¿nunca ha escuchado usted las conversaciones de los niños sobre la muerte? Por ejemplo, los míos. En la séptima clase (14 años) discuten y me preguntan: ‘¿Da miedo la muerte?’. Si hasta hace poco a los pequeños les interesaba de dónde vienen los niños, ahora lo que les preocupa es qué pasará después de una bomba atómica. A su alrededor ha surgido otro mundo”.

Cada palabra que construye las historias de Voces de Chernóbil ayuda a ir entendiendo la dimensión de la tragedia, pero también lo que no se hizo hacerla menos fumigante, o al menos, que fuera menos agresiva. El gobierno ucraniano jugó un papel importante para que muriera más gente, pues, al estar cercana la fiesta del pueblo, decidieron no evacuar de inmediato. Hasta el 30 de abril, Suiza, y el norte de Italia, detectaron niveles altos de radiación. En ese momento se empezó a actuar, pero ya era demasiado tarde.

Chernóbil actualmente es una ciudad fantasma. Hay quienes se quedaron a “vivir para morir” después de la exposición, la mayoría huyó. Los niños cambiaron sus juegos del día a día, por figurar que eran doctores o enfermeros que atendían a sus muñecos. Las sonrisas se borraron, las esperanzas se fueron, incluso sus vidas se difuminaron:

Vivíamos en una sociedad feliz. No habían dicho que ‘éramos felices’ y ‘éramos felices’. Yo era un hombre libre y ni si quiera se me ocurría pensar que alguien pudiera considerar que mi libertad no era tal. Ahora, en cambio, nos han borrado de la historia, como si no hubiéramos existido”, relata uno de los testimonios. 

Lo que Svetlana Alexiévich nos deja con Voces de Chernóbil es la enorme tarea de no olvidar y de ver nuestra historia como un ejemplo de lo que se debe repetir y lo que no. Con cada una de las anécdotas que cuenta nos redefine el concepto de ser humano, el de existencia y hasta el de vivir: “para algunos, Chernóbil es una metáfora. Un símbolo. En cambio, para nosotros es nuestra vida. Simplemente la vida”, relata otro entrevistado quien preferiría, muchas veces, no seguir siendo parte de ese hecho que sólo los ha dejado como un símbolo turístico de la desgracia a la que muchos van a visitar, pero que sólo los cosifica: el llamado “turismo nuclear”, como los habitantes lo han determinado.

Así, hacer un recorrido por Chernóbil de la mano de las letras de Alexiévich, no tendría que ser un ejercicio morboso y menos de lástima. Más bien deberá ser una tarea ejemplar para empatizar y tomar en cuenta que hay hechos a los que no se les ha analizado con la suficiente profundidad para no dar reversa cuando nos enfrentemos a situaciones similares, al menos por supervivencia:

Desde el año en que yo nací (1986), en nuestra aldea no ha habido ni niños u niñas. Yo soy el único. Los médicos no querían que yo naciera. Querían asustar a mi madre. O algo así. Pero mi madre se escapó de la clínica y se escondió en casa de la abuela. Y en eso… aparecí yo. Quiero decir que nací. Todo esto lo he oído a escondidas. No tengo ni un hermano ni una hermana. Tengo muchas ganas de tener hermanos. ¿De dónde vienen los niños? Porque yo estoy dispuesto a buscar un hermanito”, concluye uno testimonio más.

Una voz que se suma a las miles que, hasta ahora, no saben si hicieron bien al nacer, al no morir, o a intentar continuar; ya sea dentro o fuera de aquel lugar en el que el mundo murió sin darse cuenta hace 35 años.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button