Reportajes especiales

Cerro Tecana, El Salvador, tiene carencias, pero también una guardiana

Marcela de Jesús Aldana Centeno es una mujer salvadoreña de 68 años, originaria del departamento de Santa Ana. Vive en las inmediaciones del cerro Tecana.

Marcela de Jesús Aldana Centeno es una mujer salvadoreña de 68 años, originaria del departamento de Santa Ana. Vive en las inmediaciones del cerro Tecana, que forma parte del valle que rodea al departamento de Santa Ana, a 65 kilómetros de San Salvador, y cuyo pulmón vive amenazado por la tala ilegal e incendios forestales.

La historia de Marcela va de la mano con este cerro: los embates del olvido se reflejan en ambas historias. Once Noticias conversó con Doña Marce y recorrimos el cerro Tecana, para aventurarnos en la experiencia e historia de este emblemático lugar.

La guardiana del Tecana

Doña Marce atiende a todos los curiosos que se detienen en la puerta de su casa. Para subir a la punta del Cerro Tecana, en donde se encuentra la emblemática cruz, uno debe hacer una pausa y pasar a saludarla juntos a sus nietos y nietas.

Juguetes y animales de corral habitan en su patio, frente a un pequeño fogón de piedra que se enciende cuando toca cocinar.

Su casa es la primera que se encuentra al subir el Tecana. Es una de las 40 casas que conforman la comunidad Lomas del Tecana, una pequeña colonia asentada en la parte media del cerro, asolada por la pobreza.

Marcela vive aquí desde hace 32 años, de ahí que sea considerada por los pobladores como la guardiana de este cerro.  El terreno, donde fincó su casa, lo compró con su pareja, lo pagaron poco a poco, al mismo tiempo que construyeron su morada. Junto a su hogar hay una casa a medio construir, que es la de su hija.

La guardiana ha visto pasar una buena parte de la historia salvadoreña desde este lugar. Aún recuerda los tiempos de la guerrilla, en los ochenta, cuando quienes formaban parte de la lucha armada se internaban en los cerros y pasaban a pedir apoyo, alimentos o agua, para continuar en su cometido.

“En los ochenta los aviones andaban ahí, viera cómo se sintió”. Y entonces Doña Marce baja la voz, es el preámbulo de la confesión. Cuenta entonces que presenció cuando unos militares hincaron a un grupo de muchachos. Y después el estruendo de sus armas. Pum. Los asesinaron.

A uno le levantaron la cara, pero dijeron ‘a él no’, le dijo, ‘cuidado con tocarlo”, recuerda mientras se acomoda en una piedra frente al fogón.

Entre 1979 y hasta 1992, El Salvador vivió uno de los conflictos más sangrientos en su historia: el  conflicto armado, en el que se enfrentaron las Fuerzas Armadas de El Salvador –auspiciado y apoyado por Estados Unidos– y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FLMN). De ese periodo, de acuerdo con la Comisión de la Verdad para El Salvador, se estiman que perecieron más de 75 mil víctimas y 15 mil personas desaparecidas.

Aún recuerda que los militares también buscaban a quienes tachaban de rebeldes. Se trataba de los lugareños que ayudaban a los combatientes. Los rebeldes eran detenidos y acusados de colaborar con la insurrección.

Marcela dice que el ecosistema salvadoreño hizo posible la resistencia, porque la lucha armada popular se internó en la frondosidad de los bosques.

Basta con imaginar los 21 mil 041 kilómetros cuadrados con los que cuenta El Salvador, según datos del Ministerio del Medio Ambiente y Recursos Naturales, para entender cómo es que la revolución se gestó desde el corazón de la naturaleza.

Pero de eso, ya pasó mucho tiempo. Parece que Marcela ya sólo resguarda algunos recuerdos, pobreza y también soledad.

Sus hijos migraron desde hace tiempo hacia Estados Unidos, uno más entre el mar de 1.3 millones de salvadoreños radicados en el país del norte ante falta de empleo y la violencia que aquejan a la mayoría de los países centroamericanos.

Marcela se ha quedado al cuidado de sus cinco nietos y nietas, uno de ellos falleció en un accidente de motocicleta. Ahora también hay bisnietos, a quienes también cuida.

La historia por estos lares tiende a repetirse. No hay salvadoreño o salvadoreña que no tenga un hijo o hija que haya, por lo menos, intentado cruzar a Estados Unidos.  Desde hace cuatro décadas, la población salvadoreña ha sido una de las principales que ha migrado a ese país. El motivo del desplazamiento, primero la guerrilla en los ochenta, luego de la inestabilidad económica y ahora la violencia de Los Maras y las pandillas gestadas desde el ombligo de Centroamérica.

Hasta el año 2019, de los 3 millones 782 mil inmigrantes centroamericanos en Estados Unidos, 37.30 % eran salvadoreños.

Entre los principales países de destino de esa población, luego de Estados Unidos, destaca Canadá, Guatemala, Costa Rica, Italia, Australia y México.

Los hijos de Marcela son parte de esas cifras; viven en Nueva York y migraron por falta de oportunidades laborales.

“Hace 10 años se fue mi hija. Mucho tiempo y sigue saliendo la gente. Dice mi hija que ahora está peor, que todo es más caro, que les quitan los trabajos. A mi hija le dio COVID-19 y por pura misericordia anda caminando”, señala.

Su hija envía dinero de vez en vez para atender a sus hijos, pero a veces no es suficiente. Marcela completa el gasto de su milpa y de lo que obtiene de la tierra de este cerro.

A la casa de Marcela no llega el agua. Cuando llegó a este lugar acarreaba agua del río más cercano. La situación no ha cambiado mucho, aunque ahora pasan a surtirle agua en sus tambos, cada cierto tiempo.

“Yo les digo a los cipotes que no desperdicien las cosas. Yo como de mi milpa que está por allá arriba, pero cómo le voy a pedir para mí. Mire, yo como frijolito, maíz, tengo unos tomatitos. De ahí sale para mí. Hay veces mire que me traen bolsa de arroz, hay veces que me traen cosas para despensita” comparte mientras muestra su cosecha de tomates, en el patio trasero de su hogar.

Pero a Marcela el embate de su propia historia la ha llevado también a involucrarse con el cerro. Le ha tocado ver incendios forestales que incluso han puesto a su pequeña vivienda en riesgo.

“Sí, me acuerdo del último incendio. Hubiera visto el fuego. La gente subía a intentar apagarlo. Yo pensé que se quemaría todo. Hasta los bichos subían, para llevar agua. Yo veía las llamas cómo se acercaban y pensé que se llevaría todo. Hasta a la niña se le derritieron las sandalias”.

Y es entonces que el cerro se vuelve un punto de encuentro con la vida de Marcela.

FOTO: MAFER RUIZ

Cerro Tecana, el protector de Santa Ana

Este cerro, que en su náhuatl significa ‘Cerro de las lajas’, tiene una gran importancia en el ecosistema santaneco. Mide aproximadamente 300 metros y en él cohabitan diversas especies de animales e insectos.

El objetivo de quienes buscan llegar a la punta del cerro es alcanzar los atardeceres que son imponentes desde ese lugar. Desde ahí se observa el centro histórico de Santa Ana, su iglesia, las casas en medio del pequeño valle verde salvadoreño.

En la punta hay una enorme cruz que mide aproximadamente 20 metros edificada en 1956 para celebrar el centenario de la ciudad. Fue una iniciativa de Monseñor Barrera y Reyes, quien propuso a los feligreses su construcción, según cuenta la historia local.

El cerro, cuenta doña Marce, es icónico. Su importancia radica en que muy cerca nace la cuenca del río Suquiapa, que comprende parte de los departamentos de Santa Ana y La Libertad.

Sin embargo, este lugar no está reconocido dentro de las 16 Áreas Naturales Protegidas en El Salvador. Tampoco cuenta con un programa de atención medioambiental. De hecho, cada año se registran incendios, mayor presencia de ganado, que afecta la erosión del suelo, y tala ilegal.

Es por eso que la ciudadanía ha intentado emprender acciones que favorezcan el cuidado del cerro, aunque suelen hacerlo como iniciativas aisladas.

Uno de esos proyectos es el de la Organización Un Pulmón Más, que busca impulsar programas de reforestación, y que se conforma por un grupo de jóvenes que provienen de la capital.

Cuidar el medioambiente, cuidar la comunidad

Pero la guardiana advierte que es imposible cuidar del cerro sin cuidar de su gente. Los esfuerzos requieren también de atender a la población que habita en el lugar, dado que padecen los estragos de la pobreza. Y es que las necesidades inmediatas socavan las buenas intenciones.

En El Salvador más del 30 % de su población vive en la pobreza, de acuerdo con la Encuesta de Hogares de 2022 divulgada por la Dirección de Estadísticas y Censo (Digestyc).

Las mujeres son doblemente vulnerables. El informe Panorama Social de América Latina y el Caribe 2022 indica que las cifras de pobreza se concentran en las mujeres salvadoreñas, con una incidencia del 28.3 %, mientras que en hombres afecta al 24.7 %.

Y es que, durante largo tiempo, las comunidades de los márgenes han sido olvidadas por los gobiernos, tal es el caso de la comunidad de Lomas del Tecana, donde vive Marcela.

Aun así, Marcela, cuida lo que puede y ofrece agua a quien decide subir y pasar a saludarla. No falta la conversación y las risas.

Mientras se esconde el sol, le preguntamos a Marcela si a ella le gustaría irse con sus hijos a Estados Unidos, pero ella se apresura a responder con un ¡no! Marcela ha decidido morir en su tierra como la guardiana del cerro Tecana.

“A mí me gusta vivir aquí, porque tengo mis animalitos. Cocino mis pollos, busco huevos y los comemos. A mis hijos, mi papá les enseñó a trabajar la tierra aquí. Yo soy de aquí, esta es mi tierra, aquí voy a morir”, aseguró.

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